Me parece muy interesante este artículo que aparece en el blog de Manuel Area (
Me encanta estar conectado. Necesito mi dosis diaria de conexión, entre otras razones, porque las TIC están permitiendo que independientemente del lugar donde esté y del momento del día pueda mantener un fluido intercambio de mensajes con otros, buscar aquella información que preciso, consultar las noticias, trabajar o disfrutar con un videoclip. Me gusta tener conexión plena, permanente e ininterrumpida de forma me sienta un sujeto ubicuo. La única condición necesaria es estar conectado al ciberespacio mediante el artefacto o gadget tecnológico oportuno –sea el smartphone, la tableta o el ordenador personal. Incluso ya se ha inventado el concepto de wearable technology o tecnología que va pegada a nuestro cuerpo de forma permanente como la ropa, un reloj o unas gafas.
Sin embargo, la hiperconectividad satura
y, en ocasiones, genera problemas. Por ello, es muy relevante y
necesario aprender a seleccionar los tiempos de desconexión. Puede
parecer fácil, pero en los tiempos actuales no lo es. La desconexión
significa renunciar a dar prioridad a la comunicación digital. Significa
otorgar a la máquina un papel secundario respecto a las personas con
las que estamos presencialmente. Y casi nunca lo hacemos. Fijémonos en
las conductas cotidianas con nuestros móviles, tabletas o PC. Cuando
estamos conversando con alguien y suena el aviso de un mensaje atendemos
inmediatamente a la pantalla. Cuando entramos en un avión lo último que
hacemos es apagar el teléfono (porque nos obligan), y lo primero que
hacemos, antes de salir de la aeronave, es encender nuestro smartphone.
De forma habitual se producen situaciones donde el uso de la tecnología
es disfuncional socialmente, incluso maleducada. Recuerdo que en la
celebración de una oposición en un concurso a cátedra universitaria,
tres de los cinco miembros del tribunal estaban más atentos y
preocupados por el aparato tecnológico con el que estaban conectados que
con la exposición que realizaba la persona opositora. En otra ocasión
cenando con unos amigos, uno de los comensales fue recriminado porque su
dedicación al teléfono móvil era tan abrumadora que nos hizo sentir
incómodos y ninguneados a quienes allí estábamos.
La desconexión voluntaria, intencional o consciente tal como la sugiero es asumir o participar en la filosofía del denominado movimiento slow.
Desde hace unos años se está reivindicando una desaceleración del
frenético y estandarizado modo de vida urbana que básicamente consiste
en defender un estilo de existencia vital más sosegado, tranquilo y
humanizado en busca de mayor bienestar y equilibrio personal. Así por
ejemplo, en la comida (frente al fast food o alimento macdonalizado) ha surgido el concepto slow food de cocina lenta, placentera y diversificada, en el campo de la moda el slow fashion, o en el ámbito del urbanismo el concepto cittaslow.
De modo similar a este planteamiento han empezado a surgir voces que
reclaman que tenemos que aprender a seleccionar los tiempos de conexión y
desconexión a la tecnología. Es lo que empieza a configurarse como el
movimiento slow tech y que cuenta incluso con un día de la desconexión o “unplugging day”. De modo similar hay voces que reclaman unos slow media o “medios de comunicación lentos” como Arianna Huffington o el The Wall Street Journal. También pueden encontrarse más opiniones en distintas entradas a blogs y otros artículos.
La capacidad para tomar decisiones
intencionales para realizar un uso consciente y crítico de la tecnología
no surge espontáneamente. Esta competencia necesita ser educada.
Requiere de una persona con conocimientos tecnológicos básicos, con un
acerbo cultural sólido, con una identidad plena y equilibrada de sí
mismo y que disponga de valores y principios anclados en la ética
democrática. Por ello, considero que en el contexto de la educación
escolar así como en la educación informal desarrollada en el contexto de
los hogares hay que “educar para la desconexión”, para que un niño o
adolescente aprenda a controlar el uso que realiza de la tecnología, y
no al revés. Todo ello sería parte de lo que conocemos como
alfabetización o competencia digital.
Por una parte, hemos de educar para
tomar conciencia de que vivimos en una sociedad donde estamos sometidos
al control, observación y espionaje de todos nuestros datos digitales
(de los cuales se apropian las empresas para su comercialización y venta
a otras empresas, o que utilizan sin recato los poderes gubernamentales
bajo el paraguas de la seguridad), por lo que cualquier ciudadano debe
saber que solamente las actividades que realizamos sin conectividad
conservan la posibilidad de ser privadas. Desconectarse conscientemente,
en consecuencia, también es evitar la vigilancia y el control
permanentes y por tanto hacer uso pleno de la libertad como ciudadano y
sujeto.
Por otra parte, la filosofía de la desconexión, del unppluging o slow tech
significa reclamar tiempos y espacios privados e íntimos en el quehacer
diario para atender a los demás, y también a uno mismo. Ello redundará
seguramente en aprender a disfrutar y focalizar la atención en las
experiencias sensitivas que nos proporcionan los objetos, los paisajes,
las personas, o los acontecimientos que nos rodean y que son próximos.
La desconexión consciente es aprender a recuperar el placer de lo
empírico, de lo cercano, de lo sensorial. Es otorgar prioridad, al menos
por un periodo de tiempo concreto de unas horas o unos días, a nuestras
vivencias como sujetos inmersos en un medioambiente o ecosistema
natural. Es recuperar, en definitiva, la materialidad de lo que nos
rodea y sentirnos parte de un mundo formado por átomos y no solo por
bits.
Este post lo escribí y fue publicado para el blog "Traspasando la línea" de EL PAÍS y que coordina Albert Sangrá. Puedes acceder al texto original
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