Era
el día de Nochebuena, ¿sabéis? El árbol estaba ya bien adornado con sus
velas, sus bolas brillantes, sus naranjas alegres, sus manzanas rojas,
sus nueces doradas y muchos, muchos juguetes. Era de verdad un árbol muy
hermoso.
Estaba
solitario en el gran salón con las puertas bien cerradas para que los
niños no pudiesen verlo hasta la mañana del día de Navidad.
Los mayores, el gato, el canario, el perro... todos los de la casa lo habían visto excepto los niños y.... ¡las arañas!
Como
sabéis las arañas viven en los rincones soleados de las buhardillas, en
los rincones oscuros de los sótanos y en todos los rincones que podais
imaginar. Desgraciadamente, justito antes de Navidad hubo una gran
limpieza en aquella casa. La escoba llegó a todos los rincones -ris,
ras, ris ras- y el plumero no dejaba ni una telaraña - zip zap, zip zap.
Y
las arañas se enfadaron mucho. De este modo fueron a visitar al Niño
Jesús al que le contaron lo que habían hecho con ellas. Éste, les dio
permiso para que fuesen a contemplar el árbol.
Las
arañas felices recorrieron el árbol de arriba a abajo. Estuvieron allí
hasta que lo hubieron visto todo, todo y, entonces, se volvieron para
sus rincones tan contentas...
Como
la Nochebuena estaba avanzada, el Niño Jesús bajó para bendecier el
árbol y todas las cosas bonitas que lo adornaban. Pero cuando llegó
allí, ¿a que no adivináis lo que halló? ¡Telarañas!
Por
todas las partes donde las arañas habían pasado habían dejado sus
largos hilos de seda. El Niño Jesús tocó el árbol con su dedo y las
telarañas empezaron a resplandecer como si fueran de oro. Brillaban y
rebrillaban entre las ramas; y los largos hilos dorados lo cubrían todo.
¡Qué maravilloso era!
Desde entonces siempre se colocan hilos dorados en el árbol de Navidad!
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